Verano caliente en Lisboa (6)

Nuno y Diogo viajan hasta el Algarve para pasar sus últimos días de vacaciones juntos, en compañía de Joao, el hermano de Diogo,y su novia. Sexo y política ocuparán todo su tiempo.

El viaje por carretera hasta Faro resulto tan caótico como pensaba. Antes de salir, me había despedido efusivamente de Celso e Isabel, los padres de Diogo. Me desearon buena suerte, recuerdos para mis "pobres" padres, y el deseo sincero de volver a vernos pronto, aunque en su interior tanto ellos como yo comprendíamos que eso era algo bastante aleatorio, y que era posible que no volviéramos a vernos nunca más. Quizá de esta certeza interior procedían las sentidas lágrimas de Belinha, con el pañuelo empapado en la mano, mientras procedíamos a introducir las maletas en el portaequipajes.

No llores, mamá. Cualquiera diría que se va a la guerra – observó Diogo consternado.

La guerra se queda aquí – comentó de forma caústica su padre sujetando su característica gorra visera con ambas manos – tú ve en paz, muchacho. Buena suerte.

Es posible que vuelva pronto. Me gustaría matricularme aquí en Lisboa el curso próximo, pero no sé si a mis padres les parecerá bien.

Bueno, hijito, tú inténtalo. Aunque aquí la cosa anda muy mal, ya lo estás viendo – y Belinha bajó la voz para que su hijo, que se había acomodado en el asiento del copiloto, no la escuchara – Pero recuerda. Aquí tienes tu casa. Esta siempre, siempre, será la casa de tu familia. Aunque ahora estemos haciendo de porteros para estas pobres familias de menesterosos de la guerra.

Gracias. Lo tendré en cuenta. Gracias por todo. Habéis sido unos anfitriones perfectos.

Y tú eres un pelota profesional – exclamó Diogo desde la ventanilla del coche – Vámonos ya, o perderemos toda la mañana en despedidas y lloros.

Por el camino a Setúbal estuve dándole vueltas a mi plan. Cada vez me parecía más complicado de cumplir. Bastaba con que durante mi estancia en España (que por fuerza debería alargarse al menos mes y medio, para pasar el resto de vacaciones con mis padres en la ahora para mí superficial Marbella) sucediera un hecho imprevisto de la suficiente gravedad en Portugal, cosa probable en vista del panorama político actual, para que mis padres me impidiesen por todos los medios regresar a mi país natal. Ahora bien, si no era así, y lograba mi propósito, no había nada en el mundo que me convenciera para volver a España, salvo, Dios no lo quiera, un hecho grave y trascendente, como un óbito o una cruel enfermedad de alguno de mis padres. Iba ensimismado en mis pensamientos, mientras Diogo daba buena cuenta de unas viandas que le había preparado su madre para el camino.

¿Tú crees que sospechan algo? – me soltó a bote pronto, haciendo que despertara de mi letargo y sintiera en mi cuerpo una bocanada de calor procedente de la carretera.

¿Quiénes?

Quien va a ser, mis padres. El hecho de que sean mayores e incultos no significa que sean tontos. Son gente del pueblo, astuta, espabilada.

No lo pongo en duda. Pero de ahí a que sospechen que estamos liados, no sé, me parece rebuscado. No les hemos dado motivos para que piensen eso.

Bueno, llevamos dos semanas durmiendo juntos en la misma cama. Y en ningún momento ninguno de los dos hemos hecho el más mínimo intento de buscar una alternativa a esa situación.

Ellos saben que siempre hemos sido íntimos amigos, y además somos muy jóvenes, es como si estuviéramos de campamento, no hay por qué pensar mal.

En el fondo me gustaría que lo supieran, que lo intuyeran. Que presintieran que somos tan felices el uno cerca del otro.

Eso es fácil de adivinar. Se nota a la legua que somos tal para cual. Nos llevamos bien, es algo natural.

El día era de una claridad abrumadora. A ambos lados de la carretera, una extensa dehesa de alcornocales y encinas cubría una extensión inabarcable. La sensación de plenitud se vio aumentada cuando Diogo me agarró la mano libre y me susurró al oido:

-Para aquí. Vamos a hacer un pequeño alto en el camino.

La propuesta se agradeció. Dentro del R-12 el calor era demasiado insoportable, y tras un par de horas de viaje, nos venía bien estirar las piernas. Aunque, conociendo a Diogo, algo más tenía pensado él estirar en ese rato de asueto. Cuando vi que sacaba una manta del maletero, no me cupo la menor duda: tenía ganas de meter; como siempre, por otra parte. Diogo era un amante insaciable, y me preocupaba un poco lo que su ardiente naturaleza pudiera llevarle a hacer en mi larga ausencia, por mucho que él jurara y perjurara que se mataría a pajas antes que cometer el deshonor de tocar a nadie más estando yo lejos.

Nos tumbamos debajo de una vieja y sombreada encina, en un verde pastizal. A lo lejos, en una finca cercana, se divisaban toros de lidia, parecidos aunque de tamaño algo menor a los que había visto durante mi estancia en España meses atrás. El calor se hacía mucho más llevadero con la cantimplora llena y a la fresca sombra de un árbol viejo. Diogo no se anduvo por las ramas y comenzó a besarme frenéticamente, mientras se bajaba los pantalones. Ni corto ni perezoso se sacó la polla y me la metió en la boca directamente, con una prisa irracional, como si hubiera alguien acechando en las proximidades, algo improbable pero nunca descartable. La mamada fue rápida y concisa, pero él estaba tan excitado que se la sacó de repente para evitar correrse antes de tiempo.

Me encanta hacerlo al aire libre. Hay que repetirlo cuanto antes. – le dije extasiado.

Todavía no hemos terminado. No hemos hecho más que empezar. – me advirtió él, envuelto en sudor, con una prometedora media sonrisa en los labios.

Dicho lo cual, se puso de rodillas, me bajó los vaqueros hasta las rodillas y se entregó a una gozosa comida de rabo como hacía tiempo que no me regalaba. Me supo a gloria, pese a su forzada brevedad.

¡Túmbate! – ordenó imperioso en un momento de inspiración.

No era momento de llevarle la contraria, por lo que me dispuse a recibir en mi interior su furioso semen. La penetración fue rápida y brusca, sin excesivos preparativos, como correspondía por otro lado a tan insólito escenario. Las hormigas deambulaban libremente por nuestras espaldas, mientras Diogo daba lo mejor de sí a cada embestida brutal, haciendo chocar sus potentes huevos contra mi indefenso culo, en un concierto de ruidos secos tan excitante como breve. Tras la inevitable corrida culera, me pajeó generosamente con la mano hasta que fecundé la hierba circundante. La lección que aprendí aquel día es que en el amor hay que improvisar y reinventarse continuamente para mantener la llama del amor bien alta y encendida.

Ahorraré los detalles del tedioso viaje hasta el Algarve, salvo que en numerosas ocasiones, tanto en el Alto como en el Bajo Alentejo fuimos testigos, una vez más, de la fiebre de cambios y promesas de felicidad eterna que había traído consigo la revolución. En un pequeño pueblo, cuyo nombre he olvidado, a la vera del camino, donde paramos a comer y sestear un rato en el porche de la posada, pudimos comprobar la ilusionada expectación con que estas nobles gentes, que habían vivido en la explotación y la ignorancia durante siglos, sistemáticamente engañados y explotados por sus caciques locales, habían recibido la buena nueva revolucionaria. Por todas partes colgaban carteles llamando a la movilización campesina, a la ocupación de tierras, a poner en común el usufructo de la tierra liberada, a alfabetizarse para vencer al enemigo de la ignorancia, a enfrentarse al clero, a los señores feudales, hasta a los matrimonios amañados. Todo valía y todo era susceptible de reforma en aquellos días por esos andurriales. No en vano el Alentejo era conocido con razón en todo el país, desde el inicio de la Revolución, e incluso antes, como la región más "roja" de todo Portugal, y, puedo asegurarlo con conocimiento de causa, tenía una dura competencia en Lisboa y la cercana Setúbal.

Por aquí ocupamos todas las fincas de los caciques locales esta primavera pasada. Fue algo inmenso, glorioso. Todo el pueblo se unió como una piña para recuperar lo que era suyo – nos comentó el dueño del local, rústico pero bien aireado y coqueto – A mí me parece muy bien que el pueblo recupere lo que le pertenece, como dicen por ahí, "la tierra para quien la trabaja".

¡Bien dicho! – sentenció un ufano Diogo desde el otro extremo de la mesa.

Ahora lo que hace falta es que no nos quiten otra vez lo que con tanto esfuerzo hemos recuperado – musitó en voz baja un cariacontecido mesonero – En este país ya se sabe, cuesta mucho ganarlo y poco o nada perderlo.

No se preocupe, buen hombre – terció de nuevo Diogo orgulloso – de eso nos encargamos nosotros, los jóvenes revolucionarios. Ni un paso atrás. Los capitalistas y sus satélites locales no pasarán. Palabra de honor.

Yo no estaba tan seguro de esos argumentos como de que el cochinillo de mi plato estaba muerto y bien muerto, pero asentí con la cabeza para dar la impresión de "unidad revolucionaria". No era cuestión de desmoralizar al campesinado con una actitud derrotista, así que mantuve bien alta la antorcha de la justicia social.

Joao me sonrió con su aire de galán de telenovela desde lo alto del mirador. Al natural era incluso más atractivo que en las fotos de prensa donde aparecía con sus compañeros oficiales del MFA, de los que era sin duda uno de los más jóvenes y menos maleados. Su novia, Branca, era una preciosa morena algarveña de Portimao por la que bebía los vientos. Ella lo sabía y se aprovechaba de la situación como quería. Era peluquera de profesión y tenía previsto montar un local propio en Lisboa. Sabía que con un futuro marido oficial y tocando poder sus posibilidades de ascenso social estaban garantizadas. Si además tenía un novio guapo y apuesto no podía pedirle más a la vida. Eso hacía que se mostrara generosa con sus encantos.

La situación en el interior de las Fuerzas Armadas es muy frágil –reconoció un relajado Joao dispuesto a degustar su vermouth – yo diría casi inviable. Diga lo que diga el discurso oficial, no hay unanimidad en la cúpula militar, ni en cuanto a la necesidad de la revolución, ni sobre la velocidad de los cambios, y lo que es peor, tampoco sobre el destino final de este maravilloso trayecto que llamamos revolución. Es tan deprimente como esto, no exagero nada.

Lo importante es que haya paz y tranquilidad – observó su novia – un gobierno que no puede garantizar el orden público en las calles está condenado al fracaso. Me duele decir esto, pero para mantener un negocio como el mío se necesita un clima de confianza y cordialidad. Hoy en día la gente no sabe más que gritar y exigir, y ¿ qué pasa con las obligaciones? ¿es que esa gente no sabe que para convivir en sociedad hay que respetar los derechos ajenos, y que el más importante es el derecho a la propiedad?

Su diatriba, tan sensata como poco estructurada ideológicamente, no cayó en saco roto. Su revolucionario novio, embriagado de retórica revolucionaria, no sabía como enmendarle la plana, y optó por un discreto silencio cómplice. Por otro lado, observé de reojo a Diogo, que se había puesto literalmente verde de rabia escuchando a su aspirante a cuñada, pero que callaba por respeto a Joao, a quien seguía mirando como al héroe de los cuentos infantiles.

Joao inició otra conversación intrascendente para quitarle tensión al asunto y se nos olvidara que no había sido capaz de convencer ni a su novia de las bondades revolucionarias del gobierno al que lealmente servía.

Cuéntame, Nuno. ¿Cómo andan las cosas por España?

Mejor que en Portugal seguro, y lo digo con todo respeto por el gobierno que representas, pero he observado una tensión enorme en todas partes que sólo los marxistas convencidos no sois capaces de reconocer

La tensión es buena y necesaria – intervino Diogo – yo la considero de hecho la antesala de la verdadera revolución, la toma del poder por el pueblo en armas

¡Dios nos ampare si sucede eso! – exclamó una acalorada Branca hábilmente escondida tras sus gigantescas gafas de sol de pasta color morado.

Pero respecto a tu pregunta, te diré que en España tampoco andan muy bien las cosas, aunque aparentemente la situación se mantiene bajo control. Parece que todo el mundo está esperando que suceda precisamente "eso".

¿el qué? –inquirió Joao completamente centrado en la conversación.

Que muera Franco, evidentemente. Una vez que eso ocurra, y a la vista de su decrépito aspecto podría ocurrir en cualquier momento, todo ha de cambiar necesariamente. La lista de sectores enfrentados al régimen es demasiado grande como para que éste sobreviva: estudiantes, sindicatos clandestinos, obreros, catalanes, vascos, hasta algunos curas respondones le han salido al viejo dictador, y eso que la Iglesia manda tanto allí como aquí en tiempos del beato Salazar. Pero los problemas más graves que hay allí son el paro y el terrorismo. Aparte de que la población española está mentalmente preparada para gestionar su futuro y no dudo de que si lo organizan con prudencia y no a lo loco como aquí, serán una democracia al estilo europeo de aquí a cinco años a lo sumo.

¿Y no piensas que allí pueda estallar una revolución, digamos "hermana" de la nuestra, que refuerce a su vez nuestras posibilidades de triunfo? – preguntó Joao.

¡Uff! Lo veo muy complicado. No te voy a mentir, allí el ejército no sabe de divisiones como por estos lares. Están unidos como una piña en torno al tirano, por tanto la solución al conflicto ha de venir necesariamente de la sociedad civil. Y no parece que allí la gente, el "pueblo" como decís vosotros, esté demasiado interesado en aventuras revolucionarias. Hasta los comunistas de allí son tan moderados como los socialistas de aquí, con eso te digo todo. Te lo digo porque he conocido algún universitario comunista, y os sorprenderíais de la sensatez de sus propuestas. Algunos ni reclaman la República, otros muchos sí, pero la sensación de conjunto es de una gran moderación.

No es lo mismo estar en el gobierno que en la oposición – intervino Diogo – Si esos comunistas de medio pelo llegaran al poder, no dudes que actuarían como nosotros. A no ser que no sean comunistas, sino de la escuela del burgués Soares. En ese caso, ¡Buena suerte, España!

¿Y que se piensa en España de nosotros? No sé ¿nos ven como un peligro latente? ¿Se habla en los periódicos de riesgo de intervención armada contra nuestra revolución? ¿o todo es uno de esos interminables bulos que pululan por Lisboa desde hace meses para desanimar a los partidarios de la línea dura? – arremetió Joao cada vez más lanzado.

No soy ningún experto en la materia, pero diría que sí, que desde la dictadura franquista se os ve como un gran peligro por la cercanía geográfica, por la porosidad de una frontera tan larga e imposible de controlar, y, por qué no decirlo, por el innegable radicalismo de vuestra acción de gobierno, que a ojos de esos viejos militares salidos de una guerra civil precisamente contra el comunismo les suena a invento del demonio. En cuanto a lo de intervención armada, aunque no lo descarto, dado el estado terminal de ese régimen moribundo, que podría buscar un poco de aire fresco para su alicaída popularidad en una guerra fronteriza, lo veo improbable. No creo que los jóvenes españoles, rebeldes por naturaleza, al menos los que yo he conocido, vayan a luchar a una guerra contra un país que representa muchos de los sueños que ellos aspiran a conseguir en su nación. Eso lo saben los dirigentes franquistas, y no creo que se atrevan a animarse a una aventura tan desafortunada, por mucho apoyo encubierto que recibieran de Estados Unidos y mucha garantía de triunfo que se les ofrezca.

Bueno, es un alivio, es lo único que nos faltaba ya, una guerra exterior cuando acabamos de salir del infierno africano – observó prudentemente Joao.

Yo en cambio no le tengo miedo a Franco ni a ningún otro tirano que nos ataque – objetó un enardecido Diogo- Si nos atacan en la frontera acudiremos como un solo hombre. Nunca podrán doblegar a Portugal, los castellanos llevan intentándolo durante siglos, y al final siempre salimos adelante. Recordad Aljubarrota

Vamos a darnos un chapuzón. No hemos venido a la playa a discutir de política, sino justamente a lo contrario: a desconectar de ella todo lo posible. – propuso Joao, desabrochándose la camisa y mostrando un torso peludo y bronceado.

Desde luego, –corroboré- que ya se encargará la bendita televisión de devolvernos a la cruda realidad en el momento menos pensado.

Aquella noche estuvimos bailando en una pequeña y algo cutre discoteca local, y ya de madrugada, acudimos al apartamento alquilado en primera línea de playa a descansar. Nos disponíamos a dormir Diogo y yo en las literas de la habitación pequeña del inmueble cuando escuchamos un sordo rumor procedente de la habitación de al lado. Al principio era un eco apagado de dos voces de distinto sexo en conversación íntima, y poco después una babel ininteligible de jadeos, gritos secos, expresiones soeces, femeninos alaridos de placer incontenible.

Vamos a echar un vistazo. Joao es muy despistado y a veces se deja la puerta abierta cuando se cepilla a sus amigas. A ver si hay suerte – susurró un pícaro Diogo llevándose el dedo índice a la comisura de los labios en señal de silencio.

Mira que eres morboso, ni a tu propio hermano le dejas follar en paz

A ti también te gusta ¿te crees que no me he dado cuenta? –por el súbito enrojecimiento de mis mejillas supo al instante que estaba en lo cierto-No importa, por mi hermano estoy dispuesto a lo que sea, menos mal que él no es de los nuestros, de lo contrario me vería obligado a atarte corto, porque tengo que reconocer que está buenísimo, no hay competencia posible con él, si él quisiera ya te habría llevado al catre

No digas tonterías, tu hermano es muy guapo, eso es verdad, pero a mí me gustas tú y no hay más que hablar, además él es muy mayor para mí, eso no tiene ningún sentido.

Me quedo más tranquilo –bromeó Diogo – Vamos a echar un vistazo.

En efecto, la puerta de la habitación estaba entreabierta. En el centro de la cama de matrimonio, débilmente iluminada por la tenue y casi fantasmal luz de una diminuta lámpara de mesilla, se apiñaban en feroz coyunda los cuerpos entrelazados de Joao y Branca. La espalda perfecta y el precioso culo de Joao, duro como una roca, como correspondía a su naturaleza de deportista nato (había obtenido varias medallas en pruebas de atletismo y salto de pértiga en sus años mozos, que sus padres aún conservaban como oro en paño expuestas en una vitrina del aparador de su modesto saloncito de estar en su/mi casa de Lisboa) brillaban al contraste de la luz mientras lamía el coño, los pezones sonrosados de esa diosa sureña y abnegada. Cuando la penetró de espaldas fue el acabóse…gritos, insultos, increpaciones de lo más tórrido imaginable, y lo más cojonudo es que no sólo no les importaba que les pudiéramos escuchar, sino que además parecía excitarles esa posibilidad y la no tan remota de que fuésemos testigos directos de su ardiente actividad nocturna.

Aparte de puta, traidora a la revolución – sentenció Diogo de forma poco galante.

No pienso que sea una puta por disfrutar del sexo con su novio – contrapuse yo.

¿Novio? Esta tía se está cepillando a la mitad de nuestras Fuerzas Armadas. Y no ha parado hasta encontrar un tonto que la mantenga y tan estúpidamente enamorado como para casarse con ella.

Cualquier hombre querría tener una esposa como ella. Guapa, lista, sociable, y, por lo que veo, muy fogosa…-objeté ante la evidencia expresa.

Te apuesto lo que sea a que si pasamos esta puerta nos la acabamos follando. Te digo que es puta, puta. Y si no lo hago es por dos razones: por respeto a mi hermano, que como ves es un follador nato, y por respeto a nosotros, y a mi palabra de revolucionario de serte fiel hasta la muerte.

Tampoco hay que exagerar. Somos jóvenes. Ojalá este sentimiento dure siempre, pero tampoco pasa nada si no es así.

Tal vez para ti no, pero para mí sí es importante. Te quiero, Nuno.

Eres la leche, Diogo, siempre sabes como llegar a emocionarme, tío.

Nos alejamos de la vibrante escena y nos resguardamos de miradas indiscretas (¡nosotros no estábamos tan liberados como ellos entonces!) en el interior de nuestra minúscula habitación, teniendo la prevención de echar el cerrojo por si acaso. Estábamos tan calientes como nuestros vecinos de al lado, pero, a diferencia de ellos, la prudencia exigía que no expresáramos en voz audible nuestros momentos íntimos de placer. Tras desvestirnos y apagar la luz, quedamos expuestos al deseo más primario. Para evitar hacer excesivo ruido, y tras las pertinentes mamadas mutuas preparatorias, que nos supieron a poco por la lentitud forzada con que las realizamos para no levantar sospechas entre los fornicadores contiguos, Diogo se tumbó boca arriba en la litera a pie de tierra y con el falo enhiesto me pidió que me dejara ensartar muy lentamente y sin hacer ruido, mientras sus fuertes y callosas manos me acariciaban la cintura, marcando el ritmo y la cadencia natural de estos menesteres. Solamente de pensar que en la habitación de al lado el hermano guaperas de Diogo estaría follándose a aquella morenaza imponente, y que el propio Diogo me estaba penetrando con todo el sigilo del mundo y sin apenas esfuerzo por su parte, mi polla se puso a cien. Diogo dio buena cuenta de ella y me hizo una gayola de órdago, corriéndome sobre su oscuro pecho con la fuerza imparable de un tornado. El, por su parte, tuvo la buena disposición de regar mi cavidad anal y mi esfínter con su delicioso jugo, para culminar morreando como poseídos en mitad de su silencioso orgasmo.

La noche algarveña clareaba para dar paso al día cuando conseguí dormirme al fin en mi litera superior, ocupada como estaba mi mente en convencerme de que aquella no sería la última noche de mi vida en que hiciese el amor apasionadamente con Diogo, que dormía justo debajo, ajeno aparentemente a mis desvelos.